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Adiós mariquita linda: una especie de epitafio para evocar la escritura de Pedro Lemebel

Los ciudadanos que han trazado un itinerario de lecturas literarias en Chile, al menos desde que se inicia el siglo XX hasta el presente, seguramente concordarán conmigo en que los escritores marginales, o marginados, si somos consecuentes con el modus operandi del dispositivo canónico académico, tiene un espacio central en las letras nacionales. Desde Augusto d´Halmar, pasando por Carlos Sepúlveda Leyton, Marta Brunet, Nicomedes Guzmán, Óscar Castro, Manuel Rojas, Carlos Droguett, Armando Méndez Carrasco, Luis Cornejo, Alfredo Gómez Morel, Luis Rivano, y más contemporáneamente, Poli Délano, Diamela Eltit o Francisco Simón Rivas, el problema de lo marginal, en sus dimensiones temáticas, de procedencia de los autores y por supuesto del desplazamiento


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editorial, es una presencia innegable en la tradición narrativa de Chile. Más allá de que hoy exista una especie de urgencia por reeditar a algunas de estas vacas “antisacras” en extensos tomos de “Obras completas”, “Obras reunidas” o “Narrativas esenciales”, como una forma de absolver la ausencia de perspectiva crítica de los académicos de su tiempo, considero necesario evocar en breves párrafos a uno de los autores más marginales que ha pisado nuestro campo de flores bordado. Me refiero, naturalmente, al recientemente fallecido Pedro Lemebel. Como no quiero ser tachado de carroñero por mis conocidos ni tampoco por mis mentores (porque ponerse a escribir sobre los autores que mueren se ha convertido también en una moda, aunque de todos modos prometo no volver a hacerlo: trataré de escribir un poco antes), me limitaré a abocetar una reflexión sobre su escritura.

Yo no conocí a Pedro Lemebel, aunque pensándolo bien, sí lo conocí bien, pues he leído buena parte de su obra, en la cual él vertió su existencia sin tapujos. Y para qué estamos con cartuchismos teóricos: sabemos de sobra que no hay parámetros poéticos que impidan a un sujeto prescindir de su propia vida en la escritura que despliega. Así que sí, podría afirmar con autoridad que conocí y mucho a Lemebel. Sus historias de travestis ensangrentados, cuyas heridas abiertas por los puños del macho viril militar no denotaban otra cosa que la violencia intrínseca de nuestro sistema social reciente y presente; de las locas que morían solas en sus camas de sida, abandonadas por la bandada de cuervos que sólo presenciaron sus momentos de gloria; historias de mujeres abnegadísimas que padecieron todas las penurias del Chile del siglo pasado (y del siglo presente naturalmente), porque Lemebel estaba muy conciente de que Chile es una gran farsa, un país cuyo desarrollo se cimienta en su propia podredumbre y construye un rumor que permea todas las capas sociales mintiéndonos, argumentando que somos el país más desarrollado de América Latina, cuando en verdad él sabía que todos los países de este continente son parte de la misma mierda, el mismo conglomerado de naciones saqueados por la “inteligencia superior” de los saberes de las sociedades desarrolladas, como diría Jean Francois Lyotard para referirse a la condición posmoderna. En otras palabras, seríamos sociedades gobernadas por políticos cagones y ambiciosos que han cedido el bienestar de sus pobladores a la gula capital foránea, y por supuesto a la propia (¡nunca tan hueones!). En fin, las historias de Lemebel son las de sujetos luchadores que combatieron no sólo la criminal dictadura que nos dejó como hoy estamos (como el país “más desarrollado” de América Latina, que sería como decir el con menos heridas en una cueva de leprosos), sino también aquellos relatos que configuraron una narrativa de individuos que denunciaron abiertamente la discriminación, en todas sus aristas, que caracteriza a nuestra decadente sociedad. Ese es el legado de Lemebel, porque la verdad es cruel, incisiva, corroe nuestras mentes y la carne que envuelve nuestro diminuto ser. Por eso tendemos a eludirla, lo cual sólo es indicio de la natural tendencia humana a la autoconservación.

Una amiga me regaló un libro de Lemebel hace un tiempo, gracias a Dios, cuando éste aún lo mantenía vivo, o gracias al cáncer, cuando éste aún no lo mataba: cuestión de disparidades teológicas y científicas, pero esa es otra discusión: ya le enviaremos una tarjeta de agradecimiento al desconocido domicilio del responsable. Lo cierto es que fue una suerte, porque seguramente ahora los libros de Lemebel, que ya eran caros, van a encarecerse mucho más. Pero como sabemos, esa es la lógica enferma del mercado. Ese mismo día en que mi amiga me regaló el libro de Lemebel, con otra amiga sostuve una acalorada discusión (que casi llega a los puños) sobre la obra de Lemebel. La disputa (por suerte para mí sólo discursiva) versó sobre el elevado tópico del lenguaje literario. Por supuesto que no hubo consenso, porque la escritura de Lemebel genera eso: o nos gusta o nos repele. Lo realmente valioso de esa pendencia lingüística fue que mi amiga, inconscientemente, le dio la razón a Lemebel y a sí misma: el lenguaje es capital en la escritura literaria, y digo “literaria” porque Lemebel convirtió la crónica precisamente en un género literario. El efecto de realidad suscitado por el lenguaje lemebeliano avasalla o entra en pugna con las convicciones que tengamos sobre la escritura, por eso la desnudez de su decir, así como la bestialidad en el tono que se enuncian los hechos, puede ser sin duda penetrante (y lo digo también a propósito de las innumerables penetraciones que describe Lemebel en sus escritos). Hay muchas formas de decir las cosas, pero de algo estoy convencido: la brutalidad sólo se aprehende escrituralmente por medio de palabras brutales. En fin, como decía más arriba, es cuestión de convicciones, y yo respeto mucho las creencias de mis amigos, o amigas en este caso.

Para cerrar este epitafio quisiera retomar el tópico de la marginalidad, el cual, para mí, podría sintetizar el carácter de la escritura de Lemebel, pero también el de la propia persona de este autor. Hace poco estuvo nominado al Premio Nacional de Literatura y no puedo evitar sonreír con todos mis dientes al evocar este episodio, porque era obvio que ¡nunca jamás en la vida se lo iban a dar! Se lo dieron al más políticamente correcto (mis respetos en todo caso para Skármeta), y nominaron a Lemebel porque, también, era lo políticamente correcto. Lo mismo pasó con el Altazor. Mi papi me contó hace tiempo una breve anécdota: que una vez Salvador Allende le dijo a un amigo que en el epitafio de su tumba diría: “Aquí yace Salvador Allende Gossens, futuro Presidente de Chile”. Bueno amigos y escasos lectores, ya sabemos entonces cuál sería el epitafio de Lemebel: “Aquí yace Pedro Lemebel, futuro Premio Nacional de Literatura, ¡pero Loca a mucha honra!”. Adiós mariquita linda. In memoriam.


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